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Siempre he envidiado la capacidad de olvidar que tienen algunas personas para las cuales el pasado es
como una muda de temporada o unos zapatos viejos
a los que basta condenar al fondo de un armario para
que sean incapaces de rehacer los pasos perdidos. Yo
tuve la desgracia de recordarlo todo y de que todo, a
su vez, me recordase a mí.
Recuerdo una primera infancia de frío y soledad, de instantes muertos contemplando el gris de los días y aquel espejo negro
que embrujaba la mirada de mi padre. Apenas conservo la memoria de amigo alguno. Puedo conjurar
rostros de chiquillos del barrio de la Ribera con los
que a veces jugaba o peleaba en la calle, pero ninguno que quisiera rescatar del país de la indiferencia.
Ninguno excepto el de Blanca.
Blanca tenía un par de años más que yo. La conocí
un día de abril frente al portal de mi casa cuando iba
de la mano de una criada que había acudido a recoger
unos libros en una pequeña librería de anticuario que
quedaba frente al auditorio en obras. Quiso el destino
que la librería no abriese aquel día hasta las doce del
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mediodía y que la doncella acudiese a las once y media, dejando una laguna de espera de treinta minutos
en los que, sin sospecharlo yo, iba a quedar sellado mi
destino. De haber sido por mí nunca me habría atrevido a cruzar una palabra con ella. Su atuendo, su olor y
su ademán patricio de niña rica blindada de sedas y
tules no dejaban duda alguna de que aquella criatura
no pertenecía a mi mundo, y yo aún menos al suyo.
Nos separaban apenas metros de calle y leguas de leyes
invisibles. Me limité a contemplarla como se admiran
los objetos consagrados en una vitrina o en el escaparate de uno de esos bazares cuyas puertas parecen
abiertas, pero que uno sabe que nunca cruzará en la
vida. A menudo he pensado que, de no ser por la firme disposición que tenía mi padre respecto a mi aseo
personal, Blanca nunca hubiese reparado en mí. Mi
padre era de la opinión de que había visto suficiente
roña en la guerra como para llenar nueve vidas y, aunque éramos más pobres que un ratón de biblioteca,
me había enseñado de muy pequeño a familiarizarme
con el agua helada que brotaba, cuando quería, del
grifo del lavadero y a aquellas pastillas de jabón que
olían a lejía y arrancaban hasta los remordimientos.
Fue así como, a sus ocho años recién cumplidos, un
servidor, David Martín, aseado pelagatos y futuro aspirante a literato de tercera fila, consiguió reunir la entereza de espíritu para no desviar la mirada cuando
aquella muñeca de buena familia posó sus ojos en mí
y sonrió tímidamente.
Mi padre siempre me había dicho que en la vida a la gente había que corresponderle
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con la misma moneda con que le pagaban a uno. Él se
refería a bofetadas y demás desplantes, pero yo decidí
seguir sus enseñanzas y corresponder a aquella sonrisa
y, de propina, añadir un leve asentimiento. Fue ella la
que se aproximó despacio y, mirándome de arriba
abajo, me tendió la mano, un gesto que nunca nadie
me había ofrecido, y me dijo:
— Me llamo Blanca.
Blanca tendía la mano como las señoritas en las
comedias de salón, palma abajo y con la languidez de
una damisela parisina. No caí en la cuenta de que lo
adecuado era inclinarme y rozarla con los labios, y al
rato Blanca retiró la mano y enarcó una ceja.
— Yo soy David.
— ¿Eres siempre tan mal educado?
Andaba yo trabajando en una salida retórica con
la que compensar mi condición de palurdo plebeyo
con un alarde de ingenio y chispa que salvase mi perfil cuando la doncella se aproximó con aire de consternación y me miró como se mira a un perro rabioso
que anda suelto por la calle. La doncella era una mujer joven de semblante severo y ojos negros y profundos que no me guardaban simpatía alguna. Tomó a
Blanca del brazo y la retiró de mi alcance.
— ¿Con quién habla usted, señorita Blanca? Ya sabe
que a su padre no le gusta que hable usted con extraños.
— No es un extraño, Antonia. Este es mi amigo
David. Mi padre le conoce.
Me quedé petrificado mientras la doncella me observaba de reojo.
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— ¿David qué?
— David Martín, señora. Para servirla a usted.
— A Antonia no la sirve nadie, David. Es ella la que
nos sirve a nosotros. ¿Verdad, Antonia?
Fue apenas un instante, un gesto que nadie hubiera
advertido excepto yo, que la estaba mirando atentamente. Antonia lanzó una ojeada breve y oscura a Blanca, una mirada envenenada de odio que me heló la
sangre, antes de encubrirla con una sonrisa resignada y
de sacudir la cabeza quitándole importancia al asunto.
— Críos — masculló por lo bajo, retirándose de regreso a la librería, que ya estaba abriendo sus puertas.
Blanca hizo entonces ademán de sentarse en el
peldaño del portal. Incluso un pardillo como yo sabía que aquel vestido no podía entrar en contacto
con los materiales innobles y recubiertos de carbonilla con que estaba construido mi hogar. Me quité el
chaquetón remendado de parches que llevaba y lo
extendí en el suelo a modo de alfombrilla. Blanca se
sentó sobre la mejor de mis prendas y suspiró, contemplando la calle y a las gentes pasar. Antonia no
nos quitaba el ojo de encima desde la puerta de la librería, y yo hacía como que no me daba cuenta.
— ¿Vives aquí? — preguntó Blanca.
Señalé a la finca contigua, asintiendo.
— ¿Y tú?
Blanca me miró como si aquella fuese la pregunta
más estúpida que hubiese oído en su corta vida.
— Claro que no.
— ¿No te gusta el barrio?
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— Huele mal, es oscuro, hace frío y la gente es fea
y hace ruido.
Nunca se me había ocurrido resumir el que era
mi mundo conocido de tal modo, pero no encontré
argumentos sólidos con que contradecirla.
— ¿Y por qué vienes aquí?
— Mi padre tiene una casa cerca del mercado del
Born. Antonia me trae a visitarle casi todos los días.
— ¿Y dónde vives tú?
— En Sarriá, con mi madre.
Incluso un infeliz como yo había oído hablar de
aquel lugar, pero lo cierto es que nunca había estado
allí. Lo imaginaba como una ciudadela de grandes
caserones y avenidas de tilos, lujosos carruajes y frondosos jardines, un mundo poblado de gentes como
aquella niña, pero más altos. Sin duda el suyo era un
mundo perfumado, luminoso, de brisa fresca y ciudadanos bien parecidos y silenciosos.
— ¿Y cómo es que tu padre vive aquí y no con vosotras?
Blanca se encogió de hombros, apartando la mirada. El tema parecía incomodarla y preferí no insistir.
— Es solo durante una temporada — añadió — . Pronto volverá a casa.
— Claro — dije, sin saber muy bien de qué estábamos hablando, pero adoptando ese tono de conmiseración de quien ya nace derrotado y tiene la mano
rota para recomendar resignación.
— La Ribera no está tan mal, ya lo verás. Te acostumbrarás.